“Nuestras reservas son el mejor seguro frente a cualquier posible volatilidad en los mercados de capitales, entonces estar preparados para navegar la normalización de la política monetaria (de la Fed) para Argentina significa administrar de manera inteligente nuestras reservas”. Justo el fin de semana previo a que se iniciara la corrida al dólar, el titular del Banco Central, Federico Sturzenegger, disertó en un seminario organizado por el Banco Mundial en Washington en el que se discutió cómo enfrentarían los países emergentes la inevitable suba de tasas de interés en Estados Unidos y, por consiguiente, una posible reversión en el flujo de capitales.
¿Cuál es el nivel de reservas óptimo del Banco Central para enfrentar eventuales crisis? , se preguntó entonces Sturzenegger. Y citó a dos economistas a los que llamó “maestros artesanos en el manejo de las reservas”: “Los banqueros centrales han descubierto que, cuando el humor del mercado se vuelve negativo, la única respuesta correcta a la pregunta de cuántas reservas necesitamos es…Más”.
Luego recordó un documento del FMI del 2011 (International Monetary Fund, 2011: Assessing Reserve Adequacy). En base una serie de variables para enfrentar tres potenciales shocks –la huida de capitales extranjeros o un freno de golpe del financiamiento externo; una fuga de capitales locales; o una fuerte caída de los precios de las exportaciones—allí se sugiere por motivos precautorios acumular el 15% del PBI como un nivel óptimo de reservas. La mayoría de los países latinoamericanos no prestan mucha atención al consejo del Fondo y prefieren contratar un seguro mayor: las reservas de Perú equivalen al 32% del PBI; las de Paraguay al 25%; las de Uruguay al 24%; en Brasil (19%) y México (18%) son algo menores en relación al tamaño de la economía; y sólo Colombia (16%) y Chile (15%) se ciñen a la recomendación del FMI. En Argentina, antes de la corrida de la última semana, las reservas del BCRA llegaban al 10% del PBI (ver gráfico). Pero cuando el kirchnerismo dejó el poder, con el cepo puesto, representaban apenas el 4% del PBI. Desde entonces crecieron unos U$S 37.000 millones y Sturzenegger se había trazado como meta llegar al 15% del PBI cuando lo soprendió a mitad de camino la salida abrupta de fondos de las Lebacs. En los últimos 7 días hábiles, las reservas del Banco Central cayeron casi 10%, una cifra que impresiona.
¿Es suficiente el actual nivel de reservas del Banco Central para afrontar una salida en manada de capitales?
Nadie lo sabe. Hoy las reservas brutas del BCRA marcan U$S 56.144 millones. Pero las reservas netas (o sea, descontando los depósitos de los bancos en el BCRA y el swap chino tomado por el gobierno K) se ubican en unos U$S 30.000 millones. Este sería el poder de fuego del BCRA. En diciembre de 2015, las reservas brutas rondaban US$ 25.000 millones M y las netas eran cero. Aún así todo el mundo sabe que no es sostenible vender U$S 500 o U$S 1.000 millones de dólares por día, ni si esa cifra por semana durante mucho tiempo.
Nadie debería asombrarse de que Argentina haya sido el país más vapuleado en estos días en términos de devaluación del peso y ventas de reservas del BCRA.
Además de ser el país con menor nivel de reservas de la región, es el más dependiente del financiamiento externo para cubrir los llamados “déficit gemelos”: un déficit fiscal total –incluidos intereses de la deuda—de alrededor de 5,5% del PBI, y una cifra equivalente de déficit externo (saldo de exportaciones menos importaciones, turismo, pago de interés de la deuda externa y giro de utilidades y dividendos de las multinacionales). En números redondos, Argentina necesita unos U$S 30.000 millones al año para cerrar las cuentas públicas y crecer a un ritmo módico sin sobresaltos cambiarios. Según las proyecciones más optimistas, para financiar el “gradualismo” fiscal de la administración Macri habría que conseguir ese monto de crédito externo todos los años hasta 2020. Tamaño desafío para un país que empapeló los mercados de bonos argentinos en los últimos dos años.
Lo que sí llama la atención es que aún no apareció ningún “Cisne Negro” en el mundo, como para desatar semejante zafarrancho. La suba de la tasa de referencia de la Reserva Federal desde niveles extraordinariamente bajos (la famosa “normalización” para salir de la política de “dinero barato” que permitió a la economía mundial recuperarse de la crisis de 2008) es algo que se viene anunciando hace tiempo y que, se prevé, sucederá de manera escalonada durante los próximos dos años.
El episodio de la fuga de fondos especulativos extranjeros de las Lebacs, para sortear a mediados de la semana pasada el impuesto del 5% a la renta financiera, es a esta altura una anécdota. El disparador podría haber sido cualquier otro: la suba de la tasa de interés internacional, la devaluación del real en Brasil, el ruido político por el aumento de las tarifas. Como dice un economista que estuvo muy cerca del Gobierno, lo relevante es el origen estructural de la tensión cambiaria.
“El problema es que Argentina convive con una demanda estructural de dólares muy elevada y cuenta con una oferta coyuntural de dólares que son los que trae el Estado vía endeudamiento, más capitales de corto plazo que entran para posicionarse en pesos”, explica. “El problema no es tanto que se vayan los capitales especulativos. El problema es que al Toto (el ministro de Finanzas, Luis Caputo) se le acabaron los dólares, ya no sabe dónde más pasar la gorra afuera y entonces el único que pone los dólares es el Banco Central”, agrega. El ex funcionario dice que advirtió sobre los peligros de semejante ritmo de la dolarización: en el ultimo año, U$S 20.000 millones para atesoramiento (colchón y fuga) y U$S 10.000 millones para turismo. Pero que en el Central siempre le restaron importancia.
Esa demanda de dólares alta e inmutable y una oferta inestable es el caldo de cultivo. En 2017 fueron U$S 30.000 millones de demanda firme contra una oferta todavía mayor. Pero que nunca está garantizada. Ahora esa demanda estructural se enfrenta ante una oferta de dólares que desapareció y que nadie sabe cuál será en el futuro.
Para colmo, tampoco llegan los dólares de la cosecha gruesa, que en teoría deberían ingresar entre abril y agosto. Salvo situaciones excepcionales, los meses de mayor demanda y faltante de dólares en Argentina, siempre fueron diciembre y enero. Pero hoy, celular en mano, los productores prefieren ver dónde se estabiliza el dólar, y mientras tanto, esperan la baja de retenciones, a razón de 0,5% mensual.
En los últimos días hubo varias críticas por la (falta de) estrategia en las intervenciones del Banco Central. ¿Para que vender el miércoles pasado U$S 1.500 millones de dólares a $20.40 sin subir la tasa en pesos, para luego convalidar una fuerte devaluación? ¿A cuánto debería subir la tasa de interés si se deja que el dólar se escape 9% en un día para tentar a alguien a quedarse en pesos? Una versión dice que el BCRA puso una oferta chica, casi sobre el cierre de la jornada, por arriba del mercado para terminar de llevar el dólar mayorista a 23 pesos. Es decir, forzó un “overshooting” para mañana salir con todo a bajarlo. Más confusión.
Es evidente que la corrida tomó por sorpresa al equipo económico: horas antes de que se gatillara, las autoridades del Central seguían imaginando un dólar planchado durante la “temporada alta” de la soja, que –decían– ayudaría a desacelerar la inflación de mayo.
Más allá de esas dudas, es válido plantear una serie de interrogantes para saber cómo sigue la película.
El primero es en qué momento (a que nivel de tipo de cambio y de tasa de interés) se recompondrá la oferta de divisas. En el Gobierno todavía confían en que Caputo conseguirá este año financiamiento adicional en moneda dura (¿euros?) para apuntalar la oferta de divisas. Hoy no existe respuesta.
El segundo interrogante es si la espectacular escalada cambiaria detona una corrida minorista hacia un piso más alto de los actuales U$S 1.500/2000 millones mensuales del último año. Con el riesgo de un traspaso de depósitos en pesos a dólares.
El tercero es cómo quedará la economía después de la tormenta. En un régimen de tipo de cambio flotante, lo que se discute es cuál será el nuevo nivel de dólar, inflación y actividad económica. Con la cotización a $23,30 (33% más que en diciembre con una inflación de poco más de 12% en el período) lo deseable sería que los frenos del tablero de control se activaran. A mayor suba del tipo de cambio más presiones inflacionarias y a mayor salto de la tasa de interés más presiones recesivas. Por estas horas, en el mundillo de las consultoras, ya se habla, como escenario optimista, de una inflación cercana a 25% y un crecimiento con techo inferior a 2%.
Sólo una recesión fuerte acotaría el traspaso a precios de la devaluación. Ese es el mayor peligro. Que la corrida se prolongue en el tiempo y requiera un nivel de tasa y de tipo de cambio que desemboque en un “sudden stop”, un freno de golpe de la economía.